Death is not the end…
-En esta ciudad, cada día mueren 4 ó 5 personas al día…
Aquel hombre, con la sensibilidad a la altura de la suela de sus elegantes zapatos pasaba de una a otra cuestión del formulario como quien ve el Tour de Francia a la hora de la siesta. Recorrimos metódicamente todos los apartados que el ordenador le iba pidiendo: desde la música hasta los recordatorios, con una frialdad y un asepticismo que helaría a un esquimal. No era precisamente el mismo con el que esta mañana contaba los billetes. Luego llegaría la caja y la urna. El negocio de la muerte merecería un estudio profundo por parte de nuestra sociedad. En la antigüedad se quemaba a los difuntos en una pira, ahora hacemos lo mismo mucho más «civilizadamente». Te llevan a un cuarto y a través de una ventanita ves el féretro entrando en las llamas, sin humos, sin olores, eso sí, a 600€ el muerto.
Mi abuela se fue el domingo a las 15:30 después de pasar por un pequeño calvario que ha durado casi un mes. Afortunadamente no pasó a más. El corazón se detuvo antes. Porque una persona que ha sufrido lo que la vida le ha deparado (sobre todo en los últimos años) no merecía un final como el que se apuntaba. Os ahorraré los detalles.
La última mañana de domingo que fui a su casa, cuando ya su salud estaba delicada, me sorprendió con una de aquellas historias que destilaba de vez en cuando y que tanto me gustaban. Historias de mi familia, de la que, por parte de mi madre, ya no queda rastro… Me contó que un día mi abuelo, cuando tenía unos 12 años, se subió a un castaño para coger un nido con tal mala fortuna que una de las ramas se quebró y él cayó clavándose la rama traidora en la nalga. Enseguida, gracias a los contactos de mi bisabuelo supongo, le llevaron a un hospital militar en Badajoz, donde le tuvieron unos días bajo el cuidado de las monjas. Ellas, para diferenciar a los enfermos, les ponían un colgante de tela alrededor del cuello con un cordón dorado. Y entonces, como solía hacer, fue a buscar ese colgante y me lo dio. Porque además de unos ojos bonitos y de un gran corazón, también era una verdadera caja de sorpresas y una meticulosa conservadora de objetos y recuerdos de la historia de mi familia. En ese sentido, creo que he seguido sus pasos. El paso del tiempo se hacía evidente en el pequeño colgante acolchado y no había rastro del cordón, pero ella me dio un trozo de hilo dorado comprado con toda probabilidad en la tienda de los chinos que hay cerca de su piso. Porque otro de sus rasgos era la practicidad. Con cualquier tontería era capaz de solucionar el problema más retorcido. Un don del que me queda mucho por aprender.
Se han quedado muchas más historias en el tintero. Como sus vicisitudes llevando el circo ambulante de su familia en plena postguerra, sus aventuras con el cine de verano o cómo era la vida de una verdadera superviviente en un pueblo remoto de Cáceres. Otras tantas sí me fueron contadas, pero mi inútil memoria se ha encargado de perderlas o difuminarlas, como la de aquel tesoro enterrado por un marqués y que luego desapareció por culpa de su codicia. Cuanto daría por poder volver atrás y poner una grabadora todas aquellas mañanas. Ahroa su casa ha quedado llena de mil objetos, que irán ligados a otras miles de historias y que yo, por desgracia, no sabré descifrar. Solo pensar en ello, me consume…
A ella le debo mis primeros libros. Los que siendo un niño me llevaron a conocer a Julio Verne, Robert Louis Stevenson o Conan Doyle. Al menos, me queda el pequeño consuelo de que, hace unos días, llegó a ver mi primer texto publicado en un libro. No es mucho, sólo un mísero tweet. Pero si he ido acumulando durante todo este tiempo las ganas de seguir adelante en el mundo de la escritura, ahora esa ilusión se ha convertido en un compromiso y una promesa a cumplir. Espero que me ayuden desde allí arriba aquellos a quien irá dedicado mi primer libro.
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