From The Edge Of The Deep Green Sea

julio 30th, 2004

[Es simplemente utópico… Encontrar algo de aire fresco estas noches en la sala es tan difícil como no caer en la tentación de abrir un frasquito de mercurio y jugar con una gota en la palma de la mano, aunque no sea demasiado saludable hacerlo…
El telón permanece cerrado y tras él, el rumor de un oleaje parece percibirse incesante… Poco podría imaginar el público asistente que sólo se trata de las zarpas del gato del teatrillo rasgando un viejo felpudo cerca de un polvoriento megáfono… La imaginación juega malas pasadas… Pero son unas travesuras tan necesarias en estos tiempos…

De pronto el telón se abre de par en par bruscamente… El escenario aparece completamente desierto… Pero a los pocos instantes empieza a escucharse un arrastrar pesaroso de cadenas que va acercándose lentamente… A ese sonido metálico se le añade luego el de unos pesados pasos subiendo una escalerilla de madera… Y entonces el actor aparece en escena totalmente empapado y portando sobre su hombro derecho una cadena cuyos eslabones son más gruesos que los propios brazos que la acarrean… El peso de la cadena es descomunal, a decir por el gesto de esfuerzo del protagonista que tira de ella con los dientes apretados… El olor a salitre que ha hecho acto de presencia lo inunda todo en pocos momentos y el protagonista finalmente consigue llegar al centro del escenario y dejar la enorme cadena a un lado… Tras recuperar el aliento da inicio a la función de esta noche…]

– Mi barco partió el sábado de hace un par de semanas por la tarde… La verdad es que no era demasiado robusto que digamos. Sólo unos pliegues del papel de la típica servilleta de restaurante, preparado en astilleros de pequeños pero ágiles dedos… Costó lo suyo conseguir que la quilla se mantuviera en pie sobre la mesa… Y que la arboladura de palillos no cayera en cubierta al primer soplido… Pero me subí a él y empecé a navegar… No puedo negaros que con algo de miedo… Aunque a simple vista su calma era total, la vastedad de ese mar asustaba demasiado… La travesía no iba a ser fácil… Eran muchas millas… Millones de brazadas a nado… Pero tenía toda la ilusión del mundo puesta en que al menos por una vez el viaje deparara cosas buenas… Y el oleaje empezó a mecer mi cascarón… Y yo a hipnotizarme con el vaivén…

Entonces fue cuando me asaltó aquella ola… No era demasiado grande, pero me cogió con la guardia baja… Os lo aseguro… Y en un instante lo inesperado sucedió y el ancla de mi nave se hundió en el fondo del mar sin posibilidad de recuperarla… Y con ella mi frágil navío y mi endeble corazón…

Mi naufragio era ya un hecho… En mitad de las estrellas me quedé mecido por esas mismas olas de ese mismo mar cuyo balanceo traía mezclada con sal viejas canciones… De las que nunca mueren… De las que ni el viento puede llevarse por muy impetuosamente que sople…
Allí quedó parte de mí… Embarrancado junto a mi frágil barco de papel… Porque así es como mis recuerdos lo han hecho desde esa fecha… Hundidos para siempre en lo más profundo de ese mar de emociones que es ahora mi subconsciente… Porque demasiadas cosas difíciles de olvidar me ocurrieron… Aun después de tantos días, rememorar todo lo sucedido es una tentación difícil de evitar…
Pero como en toda historia de náufragos y bajeles, ésta tiene un final… Y también un tesoro… Y yo encontré el más dulce de ellos…

[El protagonista mira en uno de sus bolsillos y saca una pequeña bolsa repleta de caramelos, mientras una enorme sonrisa recorre su cara… Luego vuelve a guardarla…]

– …Y aun así, inmensamente feliz por superar una aventura tan maravillosa y volver a esperanzarme en que las cosas empiecen a cambiar para mejor, la amargura me llena cuando recaigo en que me faltó alguien allí a quien sigo varado…


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